23 agosto, 2020

LUCES DE COLORES


Cada vez que Severo cerraba los ojos para intentar dormir, recordaba aquellas luces de colores, tan alegres como efímeras y tan procaces como lo que podía dictarle su conciencia. Quizá un alma conspicua las hubiese pasado de largo pero mirando de soslayo y añorando tiempos idos, o tal vez un cuerpo exánime las hubiese anhelado como indispensable ambrosía. Lo cierto es que Severo no lograba conciliar el sueño ni lo conciliaría jamás a horas consideradas prudentes en aquel lugar donde los ojos se iban cerrando pasadas las ocho de la noche o a veces un poco antes. No poder dormir a la hora debida era sumamente estresante y no quedaba otra opción que ponerse las pantuflas con garra de león que recibió como regalo de Navidad el año anterior y deambular en el poco espacio que ofrecía el tugurizado dormitorio.

Los días de Severo iban transcurriendo así, aceptables, pero a veces él mismo se sorprendía cabeceando en plena mañana, en su peculiar y tenaz afán de trasladar la noche al día, y viceversa. Entre tanto juego de dados, casino y botella borracha, hubo un día en que se abrió la frente al caerse de la silla, y fue tan fuerte el golpe que algunos ancianos, aún con sus sentidos completos, pensaron que su cabeza se había partido en dos, pero no, la cabeza de Severo era bastante dura pero sí necesitó la ayuda de tres pares de brazos para ponerse en pie.

Cada día a las veinte horas iniciaba su martirio; daba tantas vueltas en la cama para lograr conciliar el sueño, que ya las junturas del catre emitían un sonido más que molesto y muchos compañeros, que lograban un triunfo cada vez que podían dormir una hora continua, se quejaban del chirriar de los desvencijados resortes y de los ires y venires de Severo en su eterno afán de huir de esa especie de peste del insomnio que alguna vez alguien escuchó por ahí de alguna novela.



La historia de la llegada de Severo a ese hospicio trujillano era poco conocida. Un sobrino lejano había hecho los trámites correspondientes para que el tío solterón, flaco y de prominente quijada pasase allí sus últimos días, pero el hombre, carente de descendencia y huérfano de todo lo que pueda considerarse una familia aún no era una persona tan entrada en años. Nadie supo cuánto tiempo permaneció allí, o al menos nadie ya a quien se pueda preguntar. La nostalgia de Severo fue tanta que ya no volvió a recordar aquellas luces de colores sino que regresó a ellas una tarde en que toda la gente estaba metida en sus propios asuntos y las puertas totalmente liberadas de vigilancia. Las buenas monjitas tardarían algunas horas en percatarse de su ausencia.

Desde entonces, los días de Severo volvieron a adquirir la normalidad que tanto anhelaba. A sus sesentaitantos años, ya no era el caficho bien relacionado de otros tiempos, pero en cambio se contentó con el puesto de vigilante que el dueño del local condicionó a su permanencia allí, entre otras pequeñas funciones de tipo sanitario. Aquella entrada cuyas luces llamaban tanto la atención de propios y extraños, despertaban su opacada lascivia y volvían a insuflarlo de una anhelada libertad que tal vez podía durarle un tiempo más, al fin y al cabo no tenía que dar explicaciones de su vida a nadie, pero sí estaba obligado a ser más responsable de lo que fue en otros tiempos pues era consciente que los años no necesitaban de su permiso para seguir avanzando.



Cuando alguien me relató su historia, ya Severo era alimento de la tierra, pero despertó tristeza en mí. Sin embargo, pensándolo más fríamente, pude percibir que él no era infeliz con ese tipo de vida y fue por eso que regresó a ella, para distanciarse del aburrimiento en aquel asilo. Severo jamás hubiese sido feliz en otro lugar sin aquellas luces de colores, sin aquella vida nocturna plagada de historias y miserias humanas y menos sin sentir el perfume a puta barata con el que se inició a los catorce años.



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