01 noviembre, 2010

LA GRAN FIESTA


La reja se cerró a las seis en punto. El frío viento invernal empezó a recorrer techos, jardines y corredores. Las copas de los árboles se mecían con fuerza, mientras el lúgubre manto de la noche empezó a caer, cubriendo aquel recinto carente de luz y de estrellas, acompañado solamente por el aletear de las aves, el sonido incesante de los bichos y la lucha de múltiples roedores reduciendo a sus ocasionales presas.

Los obvios invitados no tardaron en llegar. La gran fiesta inició exactamente a la medianoche, conscientes los asistentes de que no podía prolongarse más allá del fulgor del lucero del alba. Las parejas empezaron a juntarse por afinidad, algunas de acuerdo a su edad y otras teniendo en cuenta su ubicación en los distintos pabellones, los cuales se mostraban adecuadamente adornados para la ocasión.





Aunque la mayor parte de los asistentes eran personas de avanzada edad, también algunos jóvenes recorrían el patio y los amplios corredores, tratando de encontrar alguien con quien disfrutar del momento. Algunas mujeres, cual fiesta de disfraces, llegaban ataviadas con ropas del siglo anterior, luciendo peinados exagerados y bastante llamativos. Las más jóvenes usaban vestidos de organza, otras de tafetán y las más modestas de tocuyo. Varios niños se sentaron a observar el baile mientras otros se cogían de las manitas dando saltitos enternecedores.

Dos señoras delgadas de mediana edad, ambas vistiendo el hábito del Señor De Los Milagros, aún no decolorados por el paso del tiempo, se hicieron mutuas venias y cogiéndose de las manos empezaron un baile sin fin. Una de ellas iba descalza, la otra llevaba unas curiosas zapatillas de tela; ambas recorrieron el patio sin apuros y sin detenerse, mientras sus cordones blancos bailaban al mismo ritmo y sus detentes flameaban al viento.

No faltaron los reencuentros entre familiares y amigos, gritos emocionados, besos y algunos desmayos, como es lógico. Tampoco faltaron los grupos de parroquianos que, emocionados, se reunían para hacer del chisme su mejor motivo de estar.

Las parejas danzaban sin parar. Un grupo de señoras formaron una ronda alrededor de un esbelto ciprés mientras dos hombres que andaban buscándose hacía muchísimo tiempo, luchaban sobre el húmedo césped a puñetazo limpio.





Un joven blanquiñoso, que hasta entonces había permanecido sentado a un costado de la alberca, se atrevió por fin a ponerse de pie, poco a poco fue avanzando y logró ocultarse tras una gigantesca escultura en el centro del patio. La muchacha sonrió al verlo de reojo, con el cabello algo más crecido desde el último baile y además con el traje que parecía haberse acortado en la parte que debía cubrir completamente sus piernas. Ella tomó la iniciativa esta vez, sorprendiendo al joven por detrás y cubriéndole los ojos con sus transparentes y pálidas manos, destrozando en su intento tiernos rosales y coloridos geranios bajo sus pies. Ambos corrieron, lánguidos y felices, siguiendo el estrecho caminito de piedra caliza y sólo se detuvieron cuando el joven cogió prestada una margarita y la colocó en el enmarañado cabello de la muchacha, sellando el acto con un beso.

La noche pareció muy corta, ya que todos se sorprendieron cuando el hombre que vigilaba la reja dejó de roncar y encendió la luz dentro de su pequeña caseta. En ese instante, se percataron que empezaba a amanecer y que debían dar por terminada su tan esperada reunión. Suspiros, besos, despedidas y alguna que otra lágrima se sucedieron, todo en un corto instante. Los hombres que peleaban, furiosos y extenuados, fueron separados, jurándose otro encuentro similar y levantando amenazadoramente los puños.

La luz del amanecer se abrió paso entre los cipreses y el olor a flores destrozadas empezó a expandirse por todo el lugar, en ausencia ya de aves y de pequeñas sabandijas. El vigilante apagó la luz y observó algo extrañado el panorama del patio, sorprendiéndose por el desorden. Tendría aún tiempo de barrer un poco antes del cambio de turno y sólo se inclinó para tomar y examinar entre sus manos un raído e incoloro detente. No tuvo mucho tiempo para pensar, terminó su labor, ordenó su caseta, cogió el pesado llavero y abrió la gran reja de par en par, teniendo en mente no olvidar engrasar las bisagras esa misma noche para suavizar el exagerado sonido metálico que éstas producían. Luego, entregó las llaves a su reemplazo, montó su vieja bicicleta y abandonó raudamente el camposanto.



2 comentarios:

GONZALO ROJAS ROA dijo...

Jorge , gracias por ese relato amigo , vale la pena que me agregues a MSN para charlar , un abrazo.
CORDIALMENTE ,
GONZALO ROJAS ROA.

Silvana dijo...

Brrr !! Sera ficcion ?
Silvana...
No me pierdo tus relatos, solo no debo leerlos antes de dormir..